El fallecimiento de José Saramago el pasado mes de junio nos abre una brecha en los renglones torcidos de la nacencia, como si el sentimiento trágico de la vida fuera más humano que nunca, más auténtico hasta en los errores, más firme en las convicciones y más arraigado en las responsabilidades.
Con él hemos descubierto hacia dónde se dirigía la pugna entre fe y razón de Unamuno, hemos hallado el sentido último de las cosas y el significado primero de las personas. No ha muerto sólo un insigne escritor sino el primero de una generación de hombres que luchó simplemente por ser un hombre sólo frente al destino y la duda de nacer para morir.
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