Os dejo un extracto del reportaje-entrevista que publicó el pasado 10 de octubre el Diario de León. No puedo ocultar mi satisfacción por este trabajo de David L. Mirantes porque, al fin y al cabo, ha sido publicado en el periódico de mi tierra.
«¿Por qué no soy Dios?»Marta Eugenia narra las complicaciones que supone vivir con un cerebro superdotado
10/10/2010 D.L. MIRANTES
Ahora Marta Eugenia tiene 41 años, acumula 26 títulos universitarios en su currículum, pertenece a la Cofradía Internacional de Investigadores, ha desarrollado su propio método de aprendizaje con el que consiguió que personas discapacitadas aprendieran cuarto de Derecho en tres meses, vive en Madrid y la razón de por qué ella no es Dios es evidente tras sólo cinco minutos de charla: rezuma humanidad.
Sus 220 puntos de cociente intelectual -”el más alto de España y el segundo en todo el mundo-” no le impiden tener una sensibilidad extraordinaria presente en cada uno de los proyectos que lleva a cabo con superdotados, personas con síndrome de Down, mujeres emprendedoras o enfermos de Alzhéimer. El gris prematuro de su pelo engaña. Es pura energía. Habla a cien por hora, pero piensa a la velocidad de la luz y en varias direcciones. Cita de memoria a científicos, filósofos o poetas con la naturalidad con la que se habla de fútbol en una barra de bar.
Mientras responde a las preguntas, su pensamiento divergente ya trabaja en el discurso de su próxima conferencia. Su preparación no merma su espontaneidad. Su risa es sincera y atronadora. Su cultura abruma, pero su carácter es humilde. Y cuando tuvo que elegir entre ayudar a los demás o hinchar su ego, prefirió las personas a los premios. «El dinero y el reconocimiento van y vienen, no son interesantes. La capacidad de creer, de crecer y de querer es exponencial. A mí me relaja dar clase a discapacitados, competir con los opositores, pelearme con los ejecutivos... al igual que Picasso, tengo la suerte de vivir para un sueño y encima me pagan. Yo puedo ver amanecer varias veces al día y eso no tiene precio».
Pero antes de llegar a la céntrica calle de Madrid donde tiene su centro de educación, la ciudad de León la vio crecer y estudiar de la mano de las madres Carmelitas, las Carbajalas y las Josefinas. En universidades de Salamanca, Madrid y Estados Unidos afinó su talento. Y la maestría musical de Ángel Barja, la creatividad del pintor Santos y el frío de las calles de León forjaron su carácter.
Un terremoto en las Josefinas
No llegó a aterrorizar a las monjas, pero confiesa que las tenía muy sorprendidas. La superdotación como tal en España no existe ni es comprendida hasta los años noventa. En la España en la que Marta nació había «normales, subnormales y bichos raros», donde estaban encuadrados los superdotados. La niña más lista de España iba por libre en el colegio, era un terremoto y llegó a pactar ir sólo a los exámenes y en los periodos en los que la actividad era más creativa. «Que había ejercicios espirituales, pues yo no iba porque era el demonio; que había audiovisuales, que asesinar a la pobre rana o representar obras de teatro, pues yo iba y era la Regenta, la Celestina o lo que hiciera falta». Su talento no le privó de visitas al despacho de la directora y de largos ratos castigada en la soledad del pasillo. «Era anárquica, tenía imaginación para crear y pensar cosas, que era lo que me redimía en mis vivencias de pasillo». Aquella educación, demasiado reglada, era como una jaula para sus ansias de conocimiento. «Me aburría, me sentía muy atada, necesito libertad, aires, respirar. Nunca pude jugar en el patio del colegio porque me sentía como en el patio de la cárcel».
De pequeña se veía ahogada, necesitada de respuestas. «Veía a las monjas tan de negro, tan metidas, que lo primero que se me ocurrió cuando vi una fue pedirle tres razones de por qué yo no podía ser Dios». La religiosa se espantó cuando escuchó aquel «oiga, usted tiene hilo directo con el más allá, así que confiese». No hubo represalias por aquello, aunque aún hoy Marta Eugenia sigue sin asumir totalmente su culpabilidad. «El universo de un niño superdotado que tiene hermanos mayores se nutre de libros que son inapropiados para su edad, pero muy convenientes para su desarrollo». A las pocas semanas de aquella anécdota le diagnosticaron la superdotación.
«Llamaron a mi casa y dijeron que el sistema educativo no se ajustaba a mis necesidades. Pero ¿qué le pasa a la niña? ¿la niña está mal? ¿la niña tiene alguna discapacidad? No, todo lo contrario, pero es rara de narices y pregunta cosas que no deben ser preguntadas». La noticia tampoco conmocionó a sus padres, que sufrían diariamente la curiosidad desmedida de Marta. «Mis padres sabían que tenían una hija distinta y aquello sólo fue una denominación. Los padres en aquella época lo que querían era que sus hijos fueran bien en el colegio, estuvieran sanos y no dieran problemas. El diagnóstico se recubrió con una denominación de que la niña es rara». Marta Eugenia no fue el primer miembro raro de su familia. «Mi madre le echaba en cara a mi padre que yo tenía algún gen de mi abuelo paterno, quien era algo horrible, horroroso y espantoso. Mi abuelo ni era salteador de caminos, como mi imaginación hacía ver, ni pirata, ni nada de nada. Andando el tiempo me di cuenta de que la cosa horrible y heterodoxa que mi abuelo era, pianista y que un señor fuese pianista en el sur, estaba visto como algo muy raro. Con eso ya se dice todo, lo que era una diferencia pues se entendía como eso: como una diferencia».
La mejor educación
Cuando Marta Eugenia entró en el conservatorio de música las monjas respiraron más tranquilas. La música amansó a la fiera. «Entre los primeros recuerdos que tengo de la infancia están los que tienen que ver con el conservatorio y con Ángel Barja. Él fue mi profesor de música y con él aprendí lo que es el ritmo, la armonía, la medida... y a una niña superdotada y terremoto eso le viene bien». Sin embargo, tarde o temprano los instintos afloraron y el terremoto que Marta Eugenia lleva dentro hizo temblar las paredes de su adolescencia a ritmo de la batería. Todavía hoy lamenta que nunca pudo tocar «a nivel profesional» y sigue soñando con formar parte de Los Cardíacos.
La otra gran influencia de su infancia fue el pintor Santos, que despertó en Marta Eugenia una pasión por la pintura que el paso de los años no ha logrado borrar. «Era un señor increíble con sus ojos azules y su barba». En el estudio de la Plaza de Santo Domingo, donde escuchaban los partidos de la Cultural «a todo trapo» entre lienzos y paletas, el terremoto descubrió técnicas pictóricas y cualidades morales.
«Cuando llegaba al taller me decía: -˜el miedo es el instinto de racionalidad llevado a sus últimas consecuencias-™. Y yo pensaba -˜¡Hay Dios mío!-™ y luego decía -˜eso es la Venus de Milo, venga maestro empiece ya-™». Recuerda que en ese taller aprendió a ser disciplinada. «Le dijeras lo que le dijeras siempre estaba mal. -˜¿Y por qué está mal?-™ -˜Está perfecto pero esta muerto, no tiene alma-™. Sin embargo, el alma nunca supimos lo que era, entonces había que hacer y hacer y hacer y hacer».
A los doce años dejó León para ir a Salamanca con una beca de la Universidad de Boston, del Instituto de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, «que es un organismo que equivale en investigación lo que los niños cantores de Viena al canto», recuerda Marta Eugenia.
Este instituto «se dedica a proponer, a incentivar y a desarrollar capacidades e inteligencias en alumnos que tienen algo que aportar y, sobre todo, a subvencionar expociencias, seminarios, congresos, estudios en Estados Unidos... Ahí me especialicé en Historia de América e Historia del Arte, pero lo que más llamó mi atención fueron todos los cursos que hice sobre inteligencia artificial. Estábamos en los años ochenta, cuando lo máximo de lo máximo era un ordenador. Me refiero a los antiguos Amstrad o Spectrum. Tener la oportunidad de trabajar con IBM era el non bis in ídem digamos ya la posibilidad de programar en lenguaje C o Pascal, que eso era ya increíble».
Esta leonesa recuerda como «en esos años se dan los prolegómenos de los protocolos de Internet Dataglove, Datasuit, la creación de coordenadas, los universos virtuales, etcétera. Todos tratábamos de adivinar lo que era la inteligencia artificial. Estaba muy bien todo lo que sabíamos de las memorias y los procesadores, pero la gran pregunta era si los ordenadores pueden pensar. Sí, bueno. El ordenador puede pensar, pero lo que le programes. Como todas las máquinas, 1396927554
es idiota. Tiene una fase de entrada, una fase de procesamiento y una fase de salida, pero condicionada por un disco duro, una memoria y una serie de dispositivos en los cuales la respuesta nunca va a ser aleatoria».
Eran tiempos de debate intelectual: «Unos decían sí, llegará un momento en que los ordenadores podrán pensar. Y los ortodoxos decíamos no, podrán pensar lo que les programemos. En ese ditirambo, en esa espiral, me di cuenta que había que trabajar con la inteligencia humana, que el gran tapado de la película no era la informática, sino la neurociencia. Para decirlo de otra forma, el gran tapado era como el cerebro capta, como asimila y como comunica. Es decir, a la hora de captar es cierto que es como un ordenador, pero nosotros recibimos por los órganos de los sentidos, transmitimos por las fibras nerviosas y registramos en la amígdala, en el hipotálamo y en los dos hemisferios cerebrales. Al final me especialicé en cuánto y cómo piensa el cerebro».
Y lo hizo hasta el punto de desarrollar sus propios métodos de aprendizaje (Sapientec y Babysapien) con los que ha conseguido que discapacitados superen el cuarto curso de la licenciatura de Derecho en sólo tres meses o que niños autistas lleguen a comunicarse. Lo hizo gracias a una adolescencia disciplinada y apasionante a la vez. «Fue una adolescencia difícil, pero nunca llegué a sentirme excluida. Siempre tuve muchos amigos. Cuando estaba en León, iba mucho por el Real Aero Club, hacía mucha natación y tenía mucha vida de calle. Me gustaba mucho el cerebro, pero también tocar la batería, viajar, ver otras culturas o el cine. Hice una tesis sobre la obra completa de Hitchock. Nunca fui ni rata de biblioteca, ni empollona, ni nada parecido. Siempre me interesaron cosas productivas y cosas que aunque fueran creativas dieran un fruto e implicaran un progreso, conciliar con gente, estar con otros».
Aquel ritmo de vida absorbía por completo a Marta Eugenia hasta el punto de no tener tiempo ni para la nostalgia. «Cuando uno vive por encima de su tiempo, no hay mucho tiempo para echar cosas de menos. Es decir, uno ve que algo le falta cuando tiene tiempo para echarlo de menos. Pero yo cuando no estaba viajando, estaba investigando, en el conservatorio, pintando, en una reunión en no sé donde o viendo la vidriera de no sé donde más. Yo no tenía ni tiempos de vacío, ni de aburrimiento, ni de absurdo, que decía Leopoldo Panero. Yo no podía aburrirme».
Recién estrenada la mayoría de edad su vida dio un giro y, aunque no se cansa de estudiar y aprender, se asentó en Madrid. «Cuando murió mi hermana, con 18 años, vine a Madrid y creé Sapientec. Empecé a trabajar en la mente humana, al tiempo que estudiaba Derecho en la Facultad de Valladolid. Entonces dejé León definitivamente porque Sapientec era un hijo que quería explotar al máximo y trabajar con él».
Aquel hijo tiene ya trece años y sigue creciendo junto a su hermano Babysapien. Ambos proyectos acaparan la actividad diaria de Marta Eugenia, pero no logran disuadirla de su afán por aprender y ayudar a los demás a que aprendan. Sigue participando en expociencias, congresos de todo tipo, colabora con asociaciones y lidera investigaciones. Todo ello calma el terremoto que lleva dentro, pero no logran pararlo. Va por dentro.
10/10/2010 D.L. MIRANTES
Ahora Marta Eugenia tiene 41 años, acumula 26 títulos universitarios en su currículum, pertenece a la Cofradía Internacional de Investigadores, ha desarrollado su propio método de aprendizaje con el que consiguió que personas discapacitadas aprendieran cuarto de Derecho en tres meses, vive en Madrid y la razón de por qué ella no es Dios es evidente tras sólo cinco minutos de charla: rezuma humanidad.
Sus 220 puntos de cociente intelectual -”el más alto de España y el segundo en todo el mundo-” no le impiden tener una sensibilidad extraordinaria presente en cada uno de los proyectos que lleva a cabo con superdotados, personas con síndrome de Down, mujeres emprendedoras o enfermos de Alzhéimer. El gris prematuro de su pelo engaña. Es pura energía. Habla a cien por hora, pero piensa a la velocidad de la luz y en varias direcciones. Cita de memoria a científicos, filósofos o poetas con la naturalidad con la que se habla de fútbol en una barra de bar.
Mientras responde a las preguntas, su pensamiento divergente ya trabaja en el discurso de su próxima conferencia. Su preparación no merma su espontaneidad. Su risa es sincera y atronadora. Su cultura abruma, pero su carácter es humilde. Y cuando tuvo que elegir entre ayudar a los demás o hinchar su ego, prefirió las personas a los premios. «El dinero y el reconocimiento van y vienen, no son interesantes. La capacidad de creer, de crecer y de querer es exponencial. A mí me relaja dar clase a discapacitados, competir con los opositores, pelearme con los ejecutivos... al igual que Picasso, tengo la suerte de vivir para un sueño y encima me pagan. Yo puedo ver amanecer varias veces al día y eso no tiene precio».
Pero antes de llegar a la céntrica calle de Madrid donde tiene su centro de educación, la ciudad de León la vio crecer y estudiar de la mano de las madres Carmelitas, las Carbajalas y las Josefinas. En universidades de Salamanca, Madrid y Estados Unidos afinó su talento. Y la maestría musical de Ángel Barja, la creatividad del pintor Santos y el frío de las calles de León forjaron su carácter.
Un terremoto en las Josefinas
No llegó a aterrorizar a las monjas, pero confiesa que las tenía muy sorprendidas. La superdotación como tal en España no existe ni es comprendida hasta los años noventa. En la España en la que Marta nació había «normales, subnormales y bichos raros», donde estaban encuadrados los superdotados. La niña más lista de España iba por libre en el colegio, era un terremoto y llegó a pactar ir sólo a los exámenes y en los periodos en los que la actividad era más creativa. «Que había ejercicios espirituales, pues yo no iba porque era el demonio; que había audiovisuales, que asesinar a la pobre rana o representar obras de teatro, pues yo iba y era la Regenta, la Celestina o lo que hiciera falta». Su talento no le privó de visitas al despacho de la directora y de largos ratos castigada en la soledad del pasillo. «Era anárquica, tenía imaginación para crear y pensar cosas, que era lo que me redimía en mis vivencias de pasillo». Aquella educación, demasiado reglada, era como una jaula para sus ansias de conocimiento. «Me aburría, me sentía muy atada, necesito libertad, aires, respirar. Nunca pude jugar en el patio del colegio porque me sentía como en el patio de la cárcel».
De pequeña se veía ahogada, necesitada de respuestas. «Veía a las monjas tan de negro, tan metidas, que lo primero que se me ocurrió cuando vi una fue pedirle tres razones de por qué yo no podía ser Dios». La religiosa se espantó cuando escuchó aquel «oiga, usted tiene hilo directo con el más allá, así que confiese». No hubo represalias por aquello, aunque aún hoy Marta Eugenia sigue sin asumir totalmente su culpabilidad. «El universo de un niño superdotado que tiene hermanos mayores se nutre de libros que son inapropiados para su edad, pero muy convenientes para su desarrollo». A las pocas semanas de aquella anécdota le diagnosticaron la superdotación.
«Llamaron a mi casa y dijeron que el sistema educativo no se ajustaba a mis necesidades. Pero ¿qué le pasa a la niña? ¿la niña está mal? ¿la niña tiene alguna discapacidad? No, todo lo contrario, pero es rara de narices y pregunta cosas que no deben ser preguntadas». La noticia tampoco conmocionó a sus padres, que sufrían diariamente la curiosidad desmedida de Marta. «Mis padres sabían que tenían una hija distinta y aquello sólo fue una denominación. Los padres en aquella época lo que querían era que sus hijos fueran bien en el colegio, estuvieran sanos y no dieran problemas. El diagnóstico se recubrió con una denominación de que la niña es rara». Marta Eugenia no fue el primer miembro raro de su familia. «Mi madre le echaba en cara a mi padre que yo tenía algún gen de mi abuelo paterno, quien era algo horrible, horroroso y espantoso. Mi abuelo ni era salteador de caminos, como mi imaginación hacía ver, ni pirata, ni nada de nada. Andando el tiempo me di cuenta de que la cosa horrible y heterodoxa que mi abuelo era, pianista y que un señor fuese pianista en el sur, estaba visto como algo muy raro. Con eso ya se dice todo, lo que era una diferencia pues se entendía como eso: como una diferencia».
La mejor educación
Cuando Marta Eugenia entró en el conservatorio de música las monjas respiraron más tranquilas. La música amansó a la fiera. «Entre los primeros recuerdos que tengo de la infancia están los que tienen que ver con el conservatorio y con Ángel Barja. Él fue mi profesor de música y con él aprendí lo que es el ritmo, la armonía, la medida... y a una niña superdotada y terremoto eso le viene bien». Sin embargo, tarde o temprano los instintos afloraron y el terremoto que Marta Eugenia lleva dentro hizo temblar las paredes de su adolescencia a ritmo de la batería. Todavía hoy lamenta que nunca pudo tocar «a nivel profesional» y sigue soñando con formar parte de Los Cardíacos.
La otra gran influencia de su infancia fue el pintor Santos, que despertó en Marta Eugenia una pasión por la pintura que el paso de los años no ha logrado borrar. «Era un señor increíble con sus ojos azules y su barba». En el estudio de la Plaza de Santo Domingo, donde escuchaban los partidos de la Cultural «a todo trapo» entre lienzos y paletas, el terremoto descubrió técnicas pictóricas y cualidades morales.
«Cuando llegaba al taller me decía: -˜el miedo es el instinto de racionalidad llevado a sus últimas consecuencias-™. Y yo pensaba -˜¡Hay Dios mío!-™ y luego decía -˜eso es la Venus de Milo, venga maestro empiece ya-™». Recuerda que en ese taller aprendió a ser disciplinada. «Le dijeras lo que le dijeras siempre estaba mal. -˜¿Y por qué está mal?-™ -˜Está perfecto pero esta muerto, no tiene alma-™. Sin embargo, el alma nunca supimos lo que era, entonces había que hacer y hacer y hacer y hacer».
A los doce años dejó León para ir a Salamanca con una beca de la Universidad de Boston, del Instituto de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, «que es un organismo que equivale en investigación lo que los niños cantores de Viena al canto», recuerda Marta Eugenia.
Este instituto «se dedica a proponer, a incentivar y a desarrollar capacidades e inteligencias en alumnos que tienen algo que aportar y, sobre todo, a subvencionar expociencias, seminarios, congresos, estudios en Estados Unidos... Ahí me especialicé en Historia de América e Historia del Arte, pero lo que más llamó mi atención fueron todos los cursos que hice sobre inteligencia artificial. Estábamos en los años ochenta, cuando lo máximo de lo máximo era un ordenador. Me refiero a los antiguos Amstrad o Spectrum. Tener la oportunidad de trabajar con IBM era el non bis in ídem digamos ya la posibilidad de programar en lenguaje C o Pascal, que eso era ya increíble».
Esta leonesa recuerda como «en esos años se dan los prolegómenos de los protocolos de Internet Dataglove, Datasuit, la creación de coordenadas, los universos virtuales, etcétera. Todos tratábamos de adivinar lo que era la inteligencia artificial. Estaba muy bien todo lo que sabíamos de las memorias y los procesadores, pero la gran pregunta era si los ordenadores pueden pensar. Sí, bueno. El ordenador puede pensar, pero lo que le programes. Como todas las máquinas, 1396927554
es idiota. Tiene una fase de entrada, una fase de procesamiento y una fase de salida, pero condicionada por un disco duro, una memoria y una serie de dispositivos en los cuales la respuesta nunca va a ser aleatoria».
Eran tiempos de debate intelectual: «Unos decían sí, llegará un momento en que los ordenadores podrán pensar. Y los ortodoxos decíamos no, podrán pensar lo que les programemos. En ese ditirambo, en esa espiral, me di cuenta que había que trabajar con la inteligencia humana, que el gran tapado de la película no era la informática, sino la neurociencia. Para decirlo de otra forma, el gran tapado era como el cerebro capta, como asimila y como comunica. Es decir, a la hora de captar es cierto que es como un ordenador, pero nosotros recibimos por los órganos de los sentidos, transmitimos por las fibras nerviosas y registramos en la amígdala, en el hipotálamo y en los dos hemisferios cerebrales. Al final me especialicé en cuánto y cómo piensa el cerebro».
Y lo hizo hasta el punto de desarrollar sus propios métodos de aprendizaje (Sapientec y Babysapien) con los que ha conseguido que discapacitados superen el cuarto curso de la licenciatura de Derecho en sólo tres meses o que niños autistas lleguen a comunicarse. Lo hizo gracias a una adolescencia disciplinada y apasionante a la vez. «Fue una adolescencia difícil, pero nunca llegué a sentirme excluida. Siempre tuve muchos amigos. Cuando estaba en León, iba mucho por el Real Aero Club, hacía mucha natación y tenía mucha vida de calle. Me gustaba mucho el cerebro, pero también tocar la batería, viajar, ver otras culturas o el cine. Hice una tesis sobre la obra completa de Hitchock. Nunca fui ni rata de biblioteca, ni empollona, ni nada parecido. Siempre me interesaron cosas productivas y cosas que aunque fueran creativas dieran un fruto e implicaran un progreso, conciliar con gente, estar con otros».
Aquel ritmo de vida absorbía por completo a Marta Eugenia hasta el punto de no tener tiempo ni para la nostalgia. «Cuando uno vive por encima de su tiempo, no hay mucho tiempo para echar cosas de menos. Es decir, uno ve que algo le falta cuando tiene tiempo para echarlo de menos. Pero yo cuando no estaba viajando, estaba investigando, en el conservatorio, pintando, en una reunión en no sé donde o viendo la vidriera de no sé donde más. Yo no tenía ni tiempos de vacío, ni de aburrimiento, ni de absurdo, que decía Leopoldo Panero. Yo no podía aburrirme».
Recién estrenada la mayoría de edad su vida dio un giro y, aunque no se cansa de estudiar y aprender, se asentó en Madrid. «Cuando murió mi hermana, con 18 años, vine a Madrid y creé Sapientec. Empecé a trabajar en la mente humana, al tiempo que estudiaba Derecho en la Facultad de Valladolid. Entonces dejé León definitivamente porque Sapientec era un hijo que quería explotar al máximo y trabajar con él».
Aquel hijo tiene ya trece años y sigue creciendo junto a su hermano Babysapien. Ambos proyectos acaparan la actividad diaria de Marta Eugenia, pero no logran disuadirla de su afán por aprender y ayudar a los demás a que aprendan. Sigue participando en expociencias, congresos de todo tipo, colabora con asociaciones y lidera investigaciones. Todo ello calma el terremoto que lleva dentro, pero no logran pararlo. Va por dentro.
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